Nunca he sabido qué hacer con mi cabello.
De niño mis padres nunca se arriesgaron a recomendarme algún estilo o sugerirme alguna estética. Entre las cientos de decisiones que un padre termina forzando entre sus hijos, esa no fue una de ellas. Recuerdo algo de matoneo de mis compañeros. En alguna ocasión dijeron que parecía un micrófono.
En la universidad nunca fui muy seguro de mi imagen, y definitivamente mi cabello no contribuyó a ello.
Siendo profesor en el Urabá descubrí que existía un criterio de lo más arbitrario para determinar cuando alguien tenía el cabello largo o no, y era la longitud del cabello en las sienes. Podía ser todo lo largo que se quisiera en la nuca, en la coronilla, o en la calvaria, pero era un delito carcelable tener el cabello largo en las sienes. En principio me pareció que era un criterio muy paramilitar, y razón no me faltaba: a quienes tuvieran el cabello con más de un centímetro de longitud en esa región se les tachaba de ser la peor escoria de la sociedad, y podían ser sometidos a un corte en contra de su voluntad, para disciplinarlos.
Sin embargo, descubrí que este es un criterio más bien transnacional. Es como actualmente se define la estética masculina.
Odio eso. Odio esa uniformidad. Odio la asociación a la disciplina militar. Odio que todos sean iguales.
Estando en el Urabá, necesitaba fuerza moral para enfrentarme al mundo a ese respecto en particular. Ahora pienso que era un desgaste inútil. Por eso ahora, que no me siento especialmente fuerte para enfrentarme al mundo, me uniformé.
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