Hace ya 14 años que conozco la dinámica de la primera semana de clases en la Universidad Nacional. Suficientes para reconocer a las jóvenes ataviadas y los jóvenes emperifollados de los primeros días, listas y listos a mostrar apasionadamente lo poco que, dicen, les importa su apariencia. Reconozco también la vitalidad de las bibliotecas. La cantidad de bicicletas amarradas a cualquier poste. Los grandes grupos desplazándose juntos. Los pastos poblados de neófitos descubriendo las delicias de la juventud.
Como esa ya no es mi dinámica, mi mente rencorosa salta al pensamiento del escenario que veré en cuatro meses. Angustia y Ansiedad.
En algún momento las bibliotecas empezarán a funcionar 24 horas, y sus asistentes (mucho menos numerosos y tanto menos glamorosos) no estarán cuestionando el sistema que los lleva a estar ahí agonizando. Estarán culpándose a sí mismos de no ser lo suficientemente buenos, a pesar de haber demostrado una y otra vez que son de los jóvenes más capaces. Estarán derrumbándose física y mentalmente. Una tercera parte de los que veo hoy ni siquiera llegarán a ese día.
En cuatro meses no tendré problema encontrando dónde parquear mi bicicleta. Pero hoy, mientras busco un poste, quisiera que ese nunca dejara de ser un problema. De veras quisiera que la universidad no les fallara, y cumpliera por una vez su promesa. Pero esta enorme moledora de carne no para, y necesita sacrificios humanos para seguirse considerando "de calidad".